Desde el libro, mi pequeño homenaje a Jonathan Demme, director de El silencio de los corderos:
A
la salida del estreno, estábamos impresionados por el personaje de Hannibal, El Caníbal. Comentábamos el film y la
sobresaliente interpretación de Anthony Hopkins. Me despedí de mis colegas y
cogí el coche. Llegué a casa y, mientras aparcaba, una persona un poco
sospechosa se fue aproximando. Con el vehículo estacionado, mantuve el motor en
marcha. El individuo se detuvo a la altura de la ventanilla contraria.
Lentamente, su rostro se asomó tras el cristal. Durante un minuto eterno
mantuvimos nuestras miradas fijamente, mientras recorría mentalmente los
fotogramas más espeluznantes de la cinta cinematográfica. Su cara estaba
difuminada por el vaho del cristal y el helor del ambiente, como si el cuello
de su gabardina se alargase convirtiéndose en una fina máscara. Era una especie
de espectro. Mi corazón se desbocó. Estaba atrapado por un muro situado al lado
de la puerta de mi vehículo. Si hubiera querido atacarme, estaba acorralado,
pues no me habría dado tiempo a darle al cierre de seguridad. Lentamente irguió
su figura estática y, con las manos en los bolsillos, desapareció. Tardé un
buen rato en salir del coche, y bien se puede decir que me hice caquita.